San Jorge y el Dragón: historia y leyendas

La leyenda de San Jorge y el dragón es la más extendida por todo el planeta, aunque existen otras leyendas como la de San Jorge Matamoros.
Leyendas de San Jorge: origen
Según algunos historiadores, las leyendas actuales de San Jorge tendrían su origen en Jorge de Capadocia. Otros, en cambio, indican que nada tiene que ver el anterior con el Jorge que dio lugar a su más famosa leyenda: la de San Jorge, el dragón y la princesa o, sencillamente San Jorge y el dragón.
Esta historia es actualmente conocida alrededor del mundo, y existen discrepancias respecto a si el escenario de la leyenda de San Jorge y el dragón fue uno u otro. Difícilmente se puede saber, a ciencia cierta, el lugar en el que se inspiró esta historia en torno a San Jorge por vez primera, varios siglos atrás.
Lo que sí podemos conocer es la primera referencia escrita en la que se habla sobre San Jorge, el dragón y la princesa, y se remonta al siglo XIII.
Jacopo da Varazze la reflejó en su obra Leyenda dorada, la cual consistía en una recopilación de leyendas en torno a unos ciento ochenta santos y mártires cristianos. En esta obra decía que San Jorge salvaba a la princesa Cleodolinda de las fauces del dragón, así como al pueblo de Berito (actual Beirut, en Líbano).
Asimismo, otros textos posteriores situan esta leyenda en lugares como Montblanc (Tarragona) o Puigverd (Lleida).

San Jorge y el dragón: significado y contexto histórico
Si nos hemos de remontar al periodo en que se indica que San Jorge vivió, nos situaríamos a finales del siglo III. El desencadenante de esta historia, es decir, de la leyenda de San Jorge y el dragón, no sería otro, más que el estrictamente religioso y, más concretamente, el cristiano.
En este sentido, el significado de la leyenda de San Jorge y el dragón se podría analizar de este modo: el dragón representa el mal, lo oscuro, el demonio; y, San Jorge, con su caballo blanco, representa el bien, aquello que es puro y limpio, es decir, el cristianismo.
En consecuencia, la leyenda de San Jorge y el dragón no atiende a un hecho histórico concreto o conocido, aunque se suele ilustrar y representar ambientada en el medievo.
Pero no solo existe una sola leyenda en torno a San Jorge. El rey Jaime I de Aragón lo nombró en sus crónicas, y no simplemente por devoción, sino porque —según él—, San Jorge le ayudó a vencer sendas batallas en Mallorca y Valencia, apareciendo con su caballo blanco de entre la nada con cientos de jinetes que, ganada la lucha, se esfumarían del mismo modo.
Se cuenta también, en la población de Alcoy (Alicante, España), que San Jorge apareció con su caballo blanco en lo alto del castillo para acabar con al-Azraq, el caudillo mahometano que asediaba la villa en esos momentos, lo cual se remonta a la época de la Conquista cristiana, hacia el siglo XIII.
A continuación se exponen dos leyendas resumidas relacionadas con este santo. La primera corresponde ala historia de San Jorge Matamoros, y la segunda es la extendida leyenda de San Jorge y el dragón.
Leyenda de San Jorge Matamoros
Numerosas villas habían caído ya en manos cristianas, gracias a las tropas de Jaime I el Conquistador. Pero Alcoy, que era una de estas, sufría los ataques y expolios de los musulmanes amotinados, del mismo modo que el resto de pueblos del territorio.
Tan solo contaba con veintiocho cristianos repobladores, contando al cura, Mosén Torregrossa, por lo que los pillajes eran frecuentes y sencillos de llevar a cabo.
El rey Jaime I, alertado de la difícil situación en la que se encontraban los alcoyanos, envió medio centenar de expertos caballeros para defender la villa y, al mismo tiempo, ahuyentar a los secuaces de al-Azraq, caudillo a quien obedecían los de la media luna. El de ojos azules le llamaban los suyos, pues «el azul» es el significado de al-Azraq.
Pero lejos de amedrentarse frente a los armados caballeros que el rey cristiano había enviado, los mahometanos dieron aviso a sus compañeros de pueblos vecinos, alzándose en armas e, incluso el mismísimo al-Azraq, se presentó frente a la muralla de la villa.
En un abrir y cerrar de ojos, el bando islámico traspasó la muralla y arremetió contra los cristianos, sin piedad. Ríos de sangre corrían por las callejuelas de la maltrecha Alcoy, pues los defensores caían uno tras otro, debido a su inferioridad numérica.

El cura de la villa, Mosén Torregrossa, inquieto por la suerte de sus vecinos, se encomendó al santo del día que, por ser 23 de abril, no era otro que San Jorge.
Este, atendiendo a las plegarias del apesadumbrado religioso, apareció con su caballo blanco y la cruz roja en el pecho, en lo alto de una almena del castillo y, veloz como el viento, atravesó con su espada a todo sarraceno que en su camino se cruzó hasta llegar, al fin, frente al líder de estos: al-Azraq.
Se batieron en largo y tedioso duelo hasta que, al fin, San Jorge hundió su espada en el torso de su oponente, el de ojos azules. Malheridos, los pocos mahometanos que aún vivían se retiraron a toda prisa del campo de batalla, aturdidos y sin volver la mirada atrás.
Se dispuso, desde entonces, que San Jorge fuera patrón de Alcoy, y así lo sigue siendo en la actualidad. Pero es San Jorge, como ya se ha indicado, protagonista de otras leyendas, y no podemos eludir la que se detalla a continuación, la más extendida.
Historia y leyenda de San Jorge y el dragón
Era Berito un pueblo tranquilo, sosegado, apartado de las grandes urbes de la antigua Roma, enclavado en un frondoso valle y arropado por altas y boscosas montañas.
Sus gentes, educadas y expertas en diferentes oficios como la alfarería, la herrería o la carpintería, hacían de Berito el lugar más apacible y armonioso de la región, pues todos los viajeros quedaban asombrados al pasear por las ajardinadas calles del pueblo, de casas bajas de piedra anaranjada y tejados de pizarra.
Un hermoso campanario sobresalía entre el resto de edificaciones, y un inagotable manantial proveía de agua mineral a la gran fuente del pueblo, situada en la plaza principal y de la cual se abastecían todos los vecinos.
Pero un día apareció, en la citada plaza, un enorme dragón alado escupiendo fuego por sus fauces. Sus escamas, como las de una serpiente pero gigantes y robustas, eran color verde esmeralda; sus ojos, grandes como la cabeza de una vaca y color negro azabache, estaban atravesados por una pupila vertical del color del fuego.
Allí, junto a la fuente, quiso el dragón instalarse durante un tiempo. Pasaban los días, los vecinos comenzaban a quedarse sin agua y, de ningún modo, se atrevían a acercarse a la fuente, toda ennegrecida, al igual que la plaza y las casas colindantes, por las continuas llamaradas que lanzaba la temible criatura.
Sediento y lleno de rabia, pasado un tiempo, un fornido joven se decidió a acercarse a la fuente para llenar un cántaro, lo cual haría cuando el dragón durmiera para así correr el mínimo riesgo posible. La oportunidad llegó a las pocas horas y, el joven, sin pensárselo dos veces, se lanzó a emprender su hazaña.
Casi de puntillas, y bajo la atenta mirada de sus vecinos, quienes le observaban a través de las ventanas de las casas que rodeaban la plaza, y en cuyo interior se encontraban todos reunidos y a refugio, comenzó a caminar hacia la fuente, con el cántaro en la mano izquierda, al hombro, y una robusta espada en su diestra, que de poco le serviría.
Llegó a su objetivo sin hacer el menor ruido, llenó el cántaro con una sola mano y, acto seguido, emprendió el regreso, triunfante, cuando de repente la espada golpeó ligeramente el suelo empedrado.

Los oscuros ojos del dragón, que había despertado de su letargo, pronto se fijaron en el desafortunado joven, quien permanecía inmóvil con la esperanza de confundir a la bestia. Sin embargo, esta ya había olido a su presa y no la dejaría escapar.
Irguiéndose, el animal tomó una profunda bocanada de aire e hizo ademán de arrojar fuego cuando el joven, que ya había comenzado a correr, dejando caer espada y cántaro, casi había salido de la plaza.
Los vecinos, atónitos, observaron cómo las grandes garras del dragón, que había emprendido el vuelo, atrapaban al pobre mozo, indefenso.
Y mientras unos contemplaban a ambos, cazador y presa, alejarse por el cielo, otros se lanzaban en marabunta a la fuente para llenar sus sedientos cántaros. Instantes después regresó el dragón y todos se escondieron de nuevo, apresuradamente. Del joven nunca más se volvió a saber.
Comprendieron que no podrían llenar sus cántaros si no distraían al monstruoso animal, y que el único modo de alejarlo era con ofrendas, con vidas humanas, pues el dragón ya había acabado con todos los animales de granja que había en el pueblo.
Por sorteo, cada día le sería entregada una persona y, así, los otros habitantes tendrían algo de tiempo para abastecerse de agua.
El número de vecinos menguaba según pasaban los días, y ya muy pocos quedaban cuando, por desgracia para el rey de la región, que vivía en Berito, llegó el turno de su desventurada hija, la princesa Cleodolinda.
Con honda tristeza, el rey se despidió de ella y le dejó partir hacia la fuente de la plaza, donde le esperaba la bestia. Todos vieron cómo la princesa se elevó hacia el cielo, alejándose del pueblo entre las garras del poderoso dragón.
Tal era la desdicha del pobre rey que, entre sollozos, rezó y suplicó a San Jorge que su hija volviera sana y salva, que se liberase de las fauces del monstruo y que no sufriera ningún mal. Y no hizo falta mayor plegaria. San Jorge apareció a lomos de su blanco corcel, con su brillante armadura plateada y la cruz escarlata sobre el pecho.
Junto al milagroso caballero y alentados por el rey, todos los vecinos se lanzaron a la búsqueda del escondite del dragón, el lugar en el que devoraba a sus presas. Pronto dieron con su guarida, unas ruinas situadas en lo alto de un desolado y chamuscado cerro cercano al pueblo.
Mientras los demás observaban desde abajo, alejados del peligroso fuego, el santo y caballero San Jorge, que ya se encontraba frente al dragón, tentaba y examinaba la reacción de este frente a él. Ensordecedoras llamaradas intentaban alcanzarle una y otra vez, aunque las sorteaba sin dificultad alguna, moviéndose veloz de un lado a otro.
Se oyó silbar la lanza de San Jorge mientras cortaba el viento y, al instante, atravesó con un golpe certero el cuello del dragón, cuyo cuerpo inerte rodó colina abajo para terminar frente a los asombrados habitantes de Berito.

Todos celebraron la victoria, la liberación de aquel mal y el fin de la desgracia. El caballero invitó a Cleodolinda a subir a su caballo y se reunieron con el rey y el resto de sus vecinos, que examinaban desconfiados el monstruoso cuerpo escamado del dragón.
Tanta era la sangre que manaba de la herida infligida por San Jorge, que se formó un gran charco junto al dragón. Y del charco surgió un rosal, de flores carmesí como la sangre. El caballero cogió una rosa, la entregó a la hermosa Cleodolinda y, acto seguido, se esfumó.
El pueblo de Berito recuperó la tranquilidad, los vecinos pudieron llenar de nuevo sus cántaros sin ninguna preocupación y San Jorge fue nombrado su patrón.
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